El nuevo plan de Pemex promete rescatar la producción, pero reabre la polémica sobre el fracking y sus riesgos ambientales.
La primera semana de agosto, el Gobierno de México presentó el Plan Estratégico 2025-2035 para rescatar a Petróleos Mexicanos (Pemex). Entre sus medidas destaca la “reactivación de la evaluación de yacimientos de geología compleja”, una frase que en el sector se traduce en una sola palabra: fracking. Esta técnica, prohibida en el discurso político durante años, vuelve al centro del debate energético.
El documento oficial estima 113 mil millones de barriles de recursos prospectivos, de los cuales 57% está en yacimientos no convencionales. Para explotarlos, la única opción técnica es el fracturamiento hidráulico. Sin embargo, el director de Pemex, Víctor Rodríguez Padilla, insiste en que “no vamos a hacer fracking”, aunque admite que se están evaluando escenarios para su eventual desarrollo.
En el Foro Nacional de Energía, Rodríguez reconoció la urgencia:
Por su parte, la secretaria de Energía, Luz Elena González, reiteró que el gobierno “está en contra del fracking”, pero aceptó que México necesita aumentar su producción de gas para reducir la dependencia de Estados Unidos.
El fracking fue una promesa incumplida de prohibición por parte de Andrés Manuel López Obrador. Aunque la práctica se redujo, nunca se legisló su veto. Hoy, organizaciones como la Alianza Mexicana contra el Fracking alertan que el plan de Pemex es “una declaratoria disfrazada” para retomar esta técnica bajo eufemismos como “estimulación” o “yacimientos complejos”.
Los riesgos son conocidos: uso intensivo de agua (15 millones de litros por pozo), contaminación de acuíferos y generación de residuos tóxicos. En Texas, donde la técnica es común, la inyección de aguas residuales ya provoca problemas de presión subterránea y riesgos sísmicos.
El plan no menciona explícitamente la palabra “fracking”, pero expertos como Alma América Porres, excomisionada de la CNH, advierten que “no hay otra técnica para explotar estos recursos”. La pregunta es si México está dispuesto a asumir el costo ambiental y social para frenar la caída de producción.
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