Durante años, la Comisión Federal de Electricidad fue vista como un actor clave en la infraestructura energética del país. Pero ahora, en un giro inesperado, la CFE se prepara para encender una nueva batalla: la de las telecomunicaciones. Con la reciente reforma a la Ley de Telecomunicaciones y Radiodifusión, la empresa estatal podrá competir directamente con gigantes como Telcel, AT&T y Telefónica, no solo en zonas marginadas, sino en el mercado comercial nacional.
Lo que comenzó como un proyecto social —llevar internet a comunidades desconectadas a través de la filial CFE Telecomunicaciones e Internet para Todos— ha evolucionado hacia una ambición mucho mayor. Ahora, la CFE podrá solicitar concesiones de uso comercial del espectro radioeléctrico, participar en licitaciones públicas y ofrecer servicios de telefonía e internet en todo el país.
La narrativa oficial habla de equidad digital, de cerrar brechas y garantizar conectividad como un derecho. Pero en el fondo, el movimiento ha encendido las alarmas del sector privado. Las reglas del juego, aseguran analistas, no están claras. Mientras Telcel, AT&T y Telefónica deben pagar sumas millonarias por el uso del espectro, la CFE contará con el respaldo financiero del Estado y una red de infraestructura ya desplegada: postes, antenas, fibra óptica y acceso preferente a recursos públicos.
¿Puede haber competencia real cuando uno de los jugadores tiene el respaldo del árbitro? Esa es la pregunta que flota en el ambiente. Aunque la ley establece que las concesiones deberán respetar la neutralidad competitiva, el simple hecho de que una empresa estatal entre al mercado con condiciones distintas ya genera una distorsión.
Además, el nuevo marco legal permite que la CFE comparta su infraestructura con otros operadores, pero solo “cuando su capacidad lo permita” y bajo criterios que aún no están del todo definidos. Esto deja abierta la puerta a interpretaciones discrecionales y a posibles prácticas discriminatorias, aunque se hable de precios competitivos y condiciones proporcionales.
La preocupación no es menor. En un país donde la conectividad aún es desigual, la entrada de un actor estatal con poder estructural podría frenar la inversión privada, reducir la innovación y, paradójicamente, alejar la meta de una cobertura universal. Porque si los competidores perciben que el terreno ya está inclinado, ¿por qué seguir apostando por expandir sus redes?
Este movimiento también marca un cambio de paradigma. El Estado ya no solo regula: ahora también compite. Y lo hace en un sector que, hasta ahora, había sido impulsado por la inversión privada y la competencia abierta. La pregunta no es si la CFE puede ofrecer servicios de calidad —tecnológicamente, sí puede—, sino si lo hará en condiciones que no desincentiven al resto del ecosistema.
En el papel, la reforma busca democratizar el acceso. En la práctica, podría estar sembrando las semillas de una nueva concentración, esta vez desde el poder público. Y en ese escenario, los usuarios podrían terminar pagando el precio de una competencia desigual disfrazada de inclusión digital.