México es potencia geotérmica, pero su calor casi no llega al campo. Así podría usarse la geotermia para reactivar tierras agrícolas abandonadas con reglas claras y datos reales.
Durante décadas, la energía geotérmica en México se ha pensado casi exclusivamente en clave eléctrica: turbinas, vapor seco y campos emblemáticos como Cerro Prieto o Los Azufres. Sin embargo, mientras el país presume estar entre las potencias mundiales en recursos geotérmicos, miles de hectáreas agrícolas siguen infrautilizadas, abandonadas o atrapadas en ciclos de baja productividad.
La pregunta ya no es si México tiene calor bajo sus pies, sino por qué ese calor no está revalorizando el campo que lo rodea.
Hoy México opera cinco campos geotérmicos para generación eléctrica, repartidos entre Baja California, Michoacán, Puebla, Baja California Sur y Nayarit. La capacidad instalada ronda el 1 % del Sistema Eléctrico Nacional, pero aporta un porcentaje mayor de la generación renovable gracias a su alto factor de planta y su operación casi continua durante todo el año.
En términos técnicos, la fotografía es casi impecable: campos consolidados, cientos de pozos productores, infraestructura eléctrica existente y décadas de experiencia operativa. En términos territoriales, en cambio, la geotermia sigue comportándose como una isla: genera electricidad, pero apenas conversa con la economía agrícola que la rodea.
Alrededor de estos campos conviven ejidos con problemas de agua, agricultores que han dejado de sembrar por falta de rentabilidad y cadenas agroalimentarias que pierden valor por no poder controlar la temperatura en invernaderos o en procesos de secado. El calor del subsuelo está ahí, estable y predecible. La pregunta regulatoria es incómoda pero inevitable: ¿por qué ese recurso no está ayudando a sacar del abandono a parte de esas tierras?
La pista de respuesta está surgiendo lejos de los grandes campos históricos, en un invernadero agrícola de Tlaxcala. Ahí, un proyecto académico ha perforado un pozo geotérmico de baja entalpía para controlar la temperatura al interior del invernadero sin depender de la red eléctrica convencional. El objetivo es simple y poderoso: que las heladas dejen de ser una condena anual para los cultivos de hortalizas.
En la práctica, el sistema aprovecha la temperatura casi constante del subsuelo para atemperar el aire y el suelo del invernadero. Cuando el exterior se desploma por debajo de los cero grados, el invernadero se mantiene en un rango estable que permite que el jitomate, la cebolla o la acelga sobrevivan y sigan produciendo. Cuando el calor extremo amenaza con quemar las plantas, el mismo pozo ayuda a disipar parte de ese estrés térmico.
No se trata de un megaproyecto, ni de un nuevo campo geotérmico concesionado, sino de una prueba de concepto con implicaciones profundas: si un pozo de baja entalpía puede estabilizar la producción de un invernadero en una zona vulnerable a heladas, entonces el binomio “geotermia + agricultura protegida” puede convertirse en política pública de resiliencia climática.
El mensaje para el sector agrícola es claro: el calor geotérmico no es solo un insumo eléctrico, sino una herramienta para garantizar ciclos productivos más largos, reducir pérdidas por clima extremo y volver rentables superficies que hoy se consideran marginales.
La verdadera revolución no está solo en perforar pozos, sino en leer el territorio con datos.
Por un lado, el Inventario Nacional de Energías Limpias (antes INERE) mapea el potencial geotérmico del país, la generación anual y la ubicación de proyectos existentes y prospectivos. Por otro, la cartografía de uso del suelo y vegetación, los estudios de suelo y las cartas de uso potencial agrícola muestran dónde están las parcelas de temporal, los ejidos con baja productividad y los cinturones de agricultura en retroceso.
Cuando se superponen estas capas, aparece un mapa incómodo: hay polígonos rurales donde el recurso geotérmico es real y el campo está perdiendo valor. Son zonas con suelos cultivables, pero sin infraestructura de frío, sin invernaderos tecnificados y sin cadenas de secado o deshidratado que capturen más valor por cada kilo producido.
En esos puntos, la geotermia deja de ser un debate abstracto sobre megawatts y se convierte en una herramienta de política agrícola y territorial:
calor geotérmico para climatizar invernaderos y reducir pérdidas por heladas o golpes de calor,
energía térmica para secar granos, chiles o frutas con calidad homogénea y menor merma,
frío por absorción alimentado con calor geotérmico para centros de acopio y preenfriado rural.
No se trata de “descubrir” nuevos recursos, sino de aprovechar mejor los que ya están medidos, concesionados o estudiados, y cruzarlos con el mapa del abandono agrícola.
El marco regulatorio mexicano para geotermia nació mirando hacia la generación eléctrica. Las concesiones, permisos y lineamientos se diseñaron para asegurar seguridad industrial, equilibrio con el medio ambiente y certidumbre en la producción de energía. Ese enfoque es entendible… pero deja un vacío: ¿qué pasa con los usos directos del calor?
Mientras la Ley de Transición Energética y los programas de planeación reconocen a la geotermia como energía limpia, la política pública no ha dado el salto a diseñar esquemas claros para:
proyectos geotérmicos de baja entalpía ligados a invernaderos, agroindustrias o centros de acopio;
modelos de negocio que permitan a CFE, privados o ejidos ofrecer calor como servicio, no solo electricidad;
reglas sencillas para que municipios y estados integren la geotermia en sus programas de desarrollo rural y ordenamiento ecológico.
Hoy, los usos directos del calor geotérmico en México se concentran en balnearios y aplicaciones muy puntuales. La geotermia agrícola sigue siendo un capítulo pendiente, pese a que los datos de potencial, gradientes de temperatura y sitios geotérmicos están disponibles en repositorios académicos y plataformas públicas.
El resultado es paradójico: el país figura entre las potencias geotérmicas del mundo, pero los productores rurales que más podrían beneficiarse de ese recurso ni siquiera saben que tienen “calor bancable” bajo sus parcelas.
Aquí es donde la promesa de la “IA Regulatoria + Energía = Cumplimiento sin fricción” se vuelve algo más que un eslogan.
Hoy los datos clave para decidir si un municipio puede impulsar un distrito agrogeotérmico están dispersos:
PDFs técnicos de geotermia, bases de datos de energías limpias, cartas de uso del suelo, planes de desarrollo rural, mapas de riesgo climático. Cada actor ve solo una parte del rompecabezas.
Una plataforma como AI Regula Solutions puede hacer lo que la regulación todavía no logra: integrar esos datos y traducirlos en decisiones operativas:
identificar municipios donde se cruzan potencial geotérmico, abandono agrícola y alta vulnerabilidad a heladas o olas de calor;
simular escenarios de inversión para invernaderos geotérmicos, secadores o centros de frío con distintos modelos de negocio;
mapear riesgos regulatorios y requisitos de permisos para que el productor, el desarrollador y la autoridad no se pierdan en la burocracia;
anticipar cambios normativos que puedan abrir ventanas de financiamiento climático, fondos de transición energética o esquemas de responsabilidad compartida.
La geotermia, por sí sola, no rescatará el campo mexicano. Tampoco lo hará una norma aislada o un anuncio de política pública. Pero el cruce entre datos duros, marco regulatorio inteligente y modelos de IA entrenados en la realidad energética del país sí puede marcar la diferencia.
Si México decide que el calor de la tierra debe servir también para que el campo deje de ser territorio de abandono, los mapas ya están listos. Falta la decisión –y la regulación– para encender, ahora sí, la caldera de la geotermia agrícola.
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