México llega al nearshoring con una alta dependencia del gas de Estados Unidos, casi sin almacenamiento estratégico y cuellos de infraestructura en zonas clave. Este análisis explica por qué el gas natural es el talón de Aquiles energético que el país debe resolver antes del próximo boom industrial.
A partir de 2026, el mapa industrial de México puede cambiar de escala o tropezar con un límite muy concreto: el gas natural. Mientras las cifras de nearshoring anuncian nuevos parques, ampliaciones de plantas y cadenas de suministro que se relocalizan, el pilar energético de esa promesa sigue atado a un esquema frágil. El país depende de manera estructural del gas de Estados Unidos, está expuesto casi por completo a la dinámica del Waha Hub en Texas, carece de almacenamiento estratégico significativo y arrastra cuellos de infraestructura en regiones que supuestamente serán el corazón del nuevo ciclo manufacturero.
La paradoja es evidente. Sobre el papel, México ofrece una de las estructuras de costos energéticos más competitivas del mundo industrial gracias al gas barato importado. En la práctica, esa ventaja descansa en una base muy delgada: pocas rutas principales de importación, casi nula capacidad de respaldo en inventarios, zonas del norte y el Bajío saturadas en horas pico y una planificación de largo plazo que apenas está tratando de ponerse al día. El resultado es un sistema que funciona mientras todo sale bien, pero que puede comprometer inversiones millonarias en cuanto se combinan clima extremo, congestión de ductos o decisiones regulatorias adversas fuera de la frontera.
El diagnóstico de fondo comienza en Texas. Más del 70 por ciento del gas que se consume en México tiene origen en Estados Unidos, y una porción crítica entra por la región asociada al Waha Hub. Esa concentración ha permitido aprovechar el gas asociado de la Cuenca Pérmica a precios históricamente bajos, lo que redujo costos para generación eléctrica, siderurgia, automotriz, vidrio, alimentos y una larga lista de industrias. Pero también expuso al país a una serie de riesgos que ya no son teóricos: choques climáticos como la tormenta invernal de 2021, competencia por capacidad cuando crecen las exportaciones de gas licuado desde la costa del Golfo estadounidense y cambios regulatorios o fiscales al norte del río Bravo.
Al interior del sistema mexicano, el problema se amplifica por una arquitectura incompleta. En la última década se construyeron varios gasoductos troncales que conectan el norte con el centro, pero la red sigue siendo desigual. Hay corredores con capacidad disponible que no pueden aprovecharse porque faltan conexiones de último tramo hacia los parques industriales. Hay nodos congestionados donde la presión cae en horarios críticos, justo en zonas donde se anuncian expansiones automotrices y electrónicas. Y hay regiones enteras del centro y sur que dependen de la combinación de gas importado y combustibles más caros cuando el flujo se interrumpe.
El punto más sensible es el almacenamiento. Hoy México cuenta con menos de tres días de consumo nacional en capacidad efectiva, muy por debajo de los estándares internacionales, donde no es raro encontrar entre 40 y 90 días de inventarios. Esto significa que cualquier interrupción relevante del suministro importado se traduce casi de inmediato en restricciones, desbalances de sistema y exposición a precios extremos. Las iniciativas para desarrollar campos agotados y cavernas salinas como reservorios estratégicos avanzan, pero a una velocidad que no corresponde con el calendario industrial que se está construyendo.
En paralelo, la demanda no espera. El crecimiento proyectado de parques industriales asociados al nearshoring en el norte, noreste y Bajío implica más carga base de gas en regiones que ya muestran tensiones. Estados como Nuevo León, Coahuila, Chihuahua, Guanajuato y Querétaro están vendiendo paquetes de infraestructura y talento, pero la pregunta recurrente de los inversionistas sofisticados es cada vez más específica: dónde exactamente se conectará el gas, con qué presión, qué redundancia existe y qué mecanismos hay para garantizar continuidad ante una crisis de suministro.
CENAGAS, como operador del sistema nacional de transporte y almacenamiento, está respondiendo con un nuevo plan quinquenal que pone el acento en reforzar la red troncal, cerrar cuellos y, sobre todo, construir almacenamiento subterráneo utilizable. La Comisión Nacional de Energía deberá traducir ese esfuerzo técnico en regulación coherente, señales tarifarias y prioridades de inversión. El reto es que esa ingeniería institucional coincida en tiempos con la ola de decisiones de inversión industrial que se toman hoy para entrar en operación en 2027, 2028 o 2030. Si la coordinación falla, México corre el riesgo de tener parques industriales listos y gas insuficiente o poco confiable para operarlos al máximo.
De aquí a 2030, el gas natural será el examen práctico de la ambición mexicana por liderar la manufactura en Norteamérica. En el escenario inercial, el país mantiene el esquema actual: dependencia casi absoluta del gas de Texas, avances graduales en ductos, poco almacenamiento y soluciones caso por caso para conectar nuevos parques. Ese camino preserva, por un tiempo, la ventaja de costos, pero deja a la industria expuesta a cada choque climático, a cada ciclo político en Estados Unidos y a cada congestión de infraestructura. La percepción de riesgo energético crece en los comités de inversión y abre espacio para que otros países de la región disputen proyectos que hoy parecen destinados a México.
Un segundo escenario se basa en una nueva red troncal reforzada y en almacenamiento estratégico serio. Implica acelerar proyectos de cavernas salinas y yacimientos agotados, con metas explícitas de inventarios de diez días o más, y priorizar inversiones en ductos que conecten esa capacidad con los corredores industriales más dinámicos. Este enfoque combina seguridad física del suministro con capacidad para gestionar mejor la volatilidad de precios y proteger contratos de largo plazo. La clave no es solo construir infraestructura, sino diseñar la regulación y los productos comerciales que permitan al mercado utilizarla: estaciones de inyección y retiro flexibles, tarifas que reflejen valor de respaldo y mecanismos de acceso transparente.
El tercer escenario integra gas con renovables y flexibilidad eléctrica. En lugar de ver al gas como un antagonista de la transición, lo coloca como combustible firme que respalda sistemas eléctricos con alta penetración solar y eólica, especialmente en el norte y noreste. Para que esto funcione, se requieren señales coordinadas entre CENAGAS, CFE, el operador del sistema eléctrico y la autoridad reguladora: dónde conviene instalar generación gas más flexible, dónde ubicar almacenamiento de gas y dónde combinarlo con baterías para manejar picos de demanda. Esta visión da a los inversionistas industriales un paquete más robusto: electricidad confiable, costos relativamente competitivos y una trayectoria de reducción de huella de carbono compatible con cadenas globales cada vez más exigentes.
Los proyectos de gas natural licuado a lo largo de las costas mexicana suman otra pieza a la ecuación. Si avanzan las plantas previstas en el Pacífico y el Golfo, México podría convertirse en plataforma de exportación de gas que no produce, pero sí transforma y despacha al mundo. Esa posición abre oportunidades logísticas y financieras, pero también plantea una pregunta incómoda: cómo garantizar que la demanda interna, sobre todo la asociada al nearshoring, no quede relegada frente a la tentación de volúmenes de exportación más rentables en ciertos ciclos de precios. Resolver esa tensión exige reglas claras de priorización, contratos bien diseñados y una planeación integrada que hoy todavía se ve fragmentada.
La ventana 2026-2030 será decisiva. Si México logra reducir parcialmente su vulnerabilidad a Waha, construir almacenamiento estratégico relevante, completar la red de ductos hacia los polos industriales y articular el gas con renovables, el país podrá capitalizar el nearshoring con una ventaja energética real. Si no lo hace, el gas natural seguirá siendo el talón de Aquiles de su estrategia industrial: un combustible barato en apariencia, pero rodeado de riesgos físicos, regulatorios y geopolíticos que pueden costar más que cualquier incentivo fiscal perdido. En un mundo donde la seguridad energética pesa tanto como la mano de obra calificada, la pregunta ya no es si México puede atraer fábricas, sino si puede garantizar el gas necesario para mantenerlas encendidas durante las próximas tres décadas.
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