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¿Gas cero emisiones? Lecciones del caso Nuevo México para la política energética mexicana

Una central de gas en Nuevo México busca ser clasificada como 'cero emisiones' mediante excepciones regulatorias y esquemas de compensación. El caso abre un debate sobre greenwashing, taxonomías verdes y el futuro del gas como combustible de transición, con implicaciones directas para México, su regulación energética y su credibilidad climática de aquí a 2032.

¿Gas cero emisiones? Lecciones del caso Nuevo México para la política energética mexicana

En Nuevo México, un proyecto de central de gas ha encendido un debate que va mucho más allá de una planta específica. La empresa desarrolladora ha buscado que parte de la energía generada con gas natural sea oficialmente clasificada como “cero emisiones” bajo el marco local de descarbonización, apoyándose en excepciones regulatorias, esquemas de compensación y la promesa de tecnologías de captura o abatimiento de carbono. No se trata de un error de forma, sino de un intento deliberado de colocar al gas dentro de la misma categoría que los recursos renovables a la hora de cumplir metas climáticas y financieras.

El planteamiento es seductor: si la central puede demostrar que captura una porción relevante de sus emisiones, compra créditos de carbono o utiliza mezclas con combustibles de menor huella, esa fracción de su generación podría etiquetarse como “cero emisiones” a efectos regulatorios. Sobre el papel, la ecuación parece sencilla: emisiones brutas menos compensaciones igual a impacto neto casi nulo. En la práctica, abre un campo minado técnico y político.

Primero, porque la captura de carbono aplicada a gas de ciclo combinado sigue siendo cara, compleja y con desempeños reales muy heterogéneos. Segundo, porque los offsets o créditos dependen de supuestos de permanencia y verificación que rara vez son transparentes para el regulador, el mercado y la ciudadanía. Y tercero, porque en un sistema eléctrico con objetivos legales de descarbonización, clasificar gas como “cero emisiones” puede desplazar inversiones en tecnologías que sí son renovables por definición, como solar, eólica o geotermia.

El caso de Nuevo México se vuelve emblemático no tanto por su tamaño, sino porque tensiona la frontera entre lo que es un combustible de transición y lo que se intenta vestir como recurso limpio a través del diseño regulatorio y contable. Es, en la práctica, un laboratorio de greenwashing regulatorio a plena luz del día.

Greenwashing, taxonomías verdes y el espejo mexicano

La experiencia de Nuevo México llega en un momento en el que México está construyendo sus propias herramientas de clasificación sostenible. La taxonomía sostenible nacional nació precisamente para evitar que actividades con alto impacto climático se presenten como verdes sin cumplir criterios rigurosos. El objetivo formal es filtrar inversiones que realmente contribuyan a la mitigación, la adaptación y otros objetivos ambientales y sociales, y reducir el riesgo de etiquetados engañosos.

Sin embargo, el gas natural ocupa un lugar incómodo en casi todos los marcos regulatorios del mundo. Se le presenta como “combustible de transición”, pero las reglas que definen cuándo esa transición es aceptable suelen estar llenas de umbrales de emisiones, periodos de gracia, condiciones tecnológicas y cláusulas de excepción. Allí es donde el caso Nuevo México debería encender alarmas.

Si un regulador estatal en Estados Unidos está dispuesto a considerar que parte de la generación de una planta de gas es “cero emisiones” bajo criterios locales, la pregunta inevitable para México es hasta dónde se permitirán excepciones similares en el diseño de regulaciones de la CNE, SENER y el propio sistema financiero. La tentación es fuerte: clasificar ciertos proyectos de gas como alineados con la transición facilita su acceso a financiamiento más barato, bonos temáticos y apoyos presupuestales, a pesar de que sus emisiones directas de CO₂ sigan siendo significativas.

Para la taxonomía mexicana y para cualquier sistema de etiquetas verdes, el mensaje es claro. Si los criterios para gas se construyen con umbrales laxos, metas voluntarias de captura o dependencia excesiva de offsets, se abre una puerta para reclasificar proyectos fósiles como sostenibles, erosionando la credibilidad del marco y confundiendo a inversionistas y sociedad. El riesgo no es solo reputacional, también financiero: carteras “verdes” sobreexpuestas a activos fósiles pueden quedar atrapadas por cambios regulatorios o tecnológicos que devalúen esos activos más rápido de lo previsto.

Lo que está en juego para México: tarifas, inversiones y credibilidad climática

La discusión no es abstracta. México depende de forma creciente del gas natural para generar electricidad, alimentar industrias y sostener su competitividad. La política energética reciente ha consolidado al gas como columna vertebral del sistema eléctrico, tanto en plantas de ciclo combinado como en cogeneración. Al mismo tiempo, el país se ha comprometido a trayectorias de reducción de emisiones más ambiciosas y avanza en la construcción de una taxonomía verde que pretende orientar el crédito hacia actividades alineadas con esos objetivos.

En ese contexto, replicar la lógica de Nuevo México y permitir que ciertas centrales de gas sean etiquetadas como “cero emisiones” tendría impactos profundos. Por un lado, facilitaría que el gas compita por financiamiento sostenible en condiciones similares a renovables, desplazando recursos que podrían ir a proyectos de solar, eólica, BESS o geotermia. Por otro, alteraría la señal de precios y el diseño tarifario, ya que parte de los costos reales de emisiones se “esconderían” detrás de compensaciones o cláusulas contables.

Para los usuarios finales, esto puede traducirse en tarifas que no reflejan el costo climático real del sistema. Un esquema en el que el gas aparezca como limpio en la contabilidad, pero no en la atmósfera, reduce los incentivos para programas de eficiencia, electrificación limpia y gestión de demanda. Y para la industria, mezcla el tablero: compañías que hoy apuestan por contratos de suministro renovable para descarbonizar su huella podrían verse obligadas a distinguir entre “cero emisiones legal” y “cero emisiones real”, con consecuencias en su reputación y en sus reportes de sostenibilidad.

La credibilidad climática de México también está en juego. En un entorno internacional donde las instituciones financieras, multilaterales y reguladores vigilan cada vez más la integridad de las taxonomías verdes, cualquier intento de reclasificar gas como “cero emisiones” sin criterios estrictos puede ser leído como una señal de complacencia. Eso afectaría no solo a proyectos específicos, sino a la percepción del país como destino de inversión sostenible en energía, infraestructura y manufactura.

2026–2032: integridad regulatoria o transición de papel

El caso de Nuevo México es, en realidad, un aviso temprano para México. La próxima década será decisiva para definir qué cuenta realmente como transición y qué se queda en el terreno del maquillaje regulatorio. Entre 2026 y 2032, el país tendrá que tomar decisiones sobre nuevas centrales de gas, modernización de infraestructura existente, integración de renovables y masificación de tecnologías de almacenamiento y redes inteligentes.

Si en ese proceso se abre la puerta a clasificar proyectos de gas como “cero emisiones” con base en supuestos optimistas de captura o offsets poco verificables, México corre el riesgo de construir una transición de papel: metas cumplidas en documentos, pero no en la atmósfera. Por el contrario, si el diseño regulatorio y la taxonomía sostenible establecen criterios claros, umbrales exigentes y reglas estrictas para cualquier excepción, el gas podrá ocupar un lugar acotado y transparente como combustible de respaldo, mientras la prioridad de financiamiento y permisos se dirige a tecnologías verdaderamente limpias.

En última instancia, la pregunta no es si el gas desaparecerá del sistema mexicano de un día para otro, porque no lo hará. La pregunta es si el país está dispuesto a nombrar las cosas por su nombre y a construir una transición donde las etiquetas “verde” y “cero emisiones” significan lo mismo para el regulador, el mercado y las comunidades que viven cerca de la infraestructura. Nuevo México muestra qué ocurre cuando esas etiquetas se empiezan a estirar más allá de su límite. México aún está a tiempo de aprender la lección y colocar la integridad regulatoria al centro de su política energética y climática.


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