Estados Unidos impulsa un fuerte aumento en la producción petrolera del Golfo de México. Analizamos las implicaciones ocultas de esta política energética y sus riesgos para el futuro.
El anuncio de que Estados Unidos aumentará en 100,000 barriles diarios su producción petrolera en el Golfo de Méxicosuena, a primera vista, como un logro económico. Pero si uno rasca tantito debajo de esa capa brillante de cifras, la realidad revela grietas preocupantes que no podemos ignorar.
La administración Trump, en su afán de alcanzar el llamado "dominio energético", decidió flexibilizar los estándares de presión en las extracciones, aumentando de 200 psi a 1,500 psi. Sobre el papel, el movimiento promete más producción, más empleos y menor dependencia energética. Pero, como suele pasar, lo que brilla no siempre es oro.
El primer problema es de sentido común: exigir más presión a los yacimientos es como exprimir un limón hasta romperlo. Sí, sacas más jugo… pero a costa de desgastar irreversiblemente el fruto. Aumentar la presión no sólo acelera la explotación, también puede:
Incrementar el riesgo de accidentes en plataformas, con fugas o explosiones más probables.
Dañar la estructura geológica del subsuelo, provocando efectos secundarios aún poco estudiados, como microsismos o colapsos parciales.
Impactar gravemente los ecosistemas marinos, donde ya existe evidencia del daño de años anteriores tras derrames como el de Deepwater Horizon.
Además, el discurso de que este impulso energético traerá "costes más bajos" y "conservación de recursos" raya en el absurdo. Apostarle todavía al petróleo como motor de desarrollo en 2025, en plena crisis climática, es como seguir invirtiendo en máquinas de escribir esperando que desplacen a las laptops.
La producción récord de 13.2 millones de barriles diarios en EE.UU. no debería cegarnos. Mientras más petróleo sacamos, más le apostamos a un modelo de crecimiento que tiene fecha de caducidad… y que, como sabemos, ya nos está pasando la factura en fenómenos meteorológicos extremos, pérdida de biodiversidad y alteraciones irreversibles en los océanos.
El otro punto flaco está en la visión de largo plazo. El estudio de la Universidad de Texas que celebra un 61% más de petróleo extraído en 30 años olvida plantear la pregunta incómoda: ¿y a qué precio? En un mundo que avanza (aunque a trompicones) hacia la descarbonización, ¿vale la pena perforar aún más profundo en un recurso que, para entonces, podría valer mucho menos en el mercado mundial?
No se trata de satanizar el petróleo. Se trata de poner en perspectiva que las políticas energéticas no pueden seguir basándose sólo en cuánto más podemos sacar, sino en qué tanto podemos transformar hacia fuentes más limpias, resilientes y sostenibles.
Estados Unidos podría liderar la transición energética con su poderío tecnológico, pero decidió (una vez más) exprimir al máximo sus reservas, como quien vende el techo de su casa para pagar la renta del mes.
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