La Secretaría de Energía destinó 386 mil millones de pesos en inversión financiera a Pemex, 96.3 por ciento del total. El dato revela una política energética Pemex céntrica que parchea balances y desplaza inversión en electricidad y transición energética.
La cifra cabe en una línea, pero define una estrategia completa: de cada cien pesos que la Secretaría de Energía destinó a inversión financiera en los primeros diez meses del año, noventa y seis fueron para Pemex. En números redondos, 386 mil millones de pesos, equivalentes a 96.3 por ciento de toda la inversión financiera del sector público, se canalizaron hacia la petrolera, eclipsando cualquier otro rubro energético. Vista desde el gasto, la política energética mexicana no es un mosaico de prioridades, es un proyecto centrado casi por completo en sostener a una empresa que sigue siendo simultáneamente símbolo, activo y pasivo del Estado.
La magnitud del esfuerzo fiscal es relevante por dos motivos. Primero, porque el monto ejercido en inversión financiera casi triplica lo aprobado originalmente en el presupuesto, lo que confirma que Pemex se ha convertido en la variable de ajuste de la política fiscal. Segundo, porque este tipo de inversión no construye ductos, no levanta parques eólicos ni moderniza redes de transmisión, se registra como apoyo financiero: aportaciones patrimoniales, compra de deuda, esquemas para cubrir amortizaciones o reforzar liquidez. Es un gasto que limpia el balance sin garantizar más barriles ni más confiabilidad operativa.
La contabilidad pública distingue con claridad entre inversión física e inversión financiera. La primera se traduce en activos tangibles: plantas, líneas de transmisión, infraestructura de almacenamiento, redes inteligentes. La segunda se dirige a activos financieros: capitalizaciones, adquisición de títulos, amortización de pasivos, apoyos que fortalecen patrimonialmente a una empresa del Estado sin que el gobierno construya directamente un activo productivo nuevo.
En el caso de Pemex, la inversión financiera de la Secretaría de Energía se ha convertido en un mecanismo recurrente para sostener la estructura de capital. Los recursos se usan para apoyar el pago de deuda de mercado, cumplir con bancos, aliviar la presión de corto plazo con proveedores o alimentar vehículos de inversión que, en teoría, permitirán a la empresa ejecutar su propio programa de proyectos. Sobre el papel esto mejora ciertos indicadores: cae el saldo de deuda, se recortan intereses, se reduce el riesgo inmediato de impago.
El problema es que mientras la inyección financiera se mantiene en máximos históricos, la inversión física de Pemex se contrae. Los datos más recientes muestran una reducción cercana a cuarenta por ciento en la inversión directa de la petrolera frente al año previo, al mismo tiempo que la deuda con proveedores marca nuevos máximos. En otras palabras, el Estado pone más recursos para sostener el balance, pero el músculo para financiar proyectos y para pagar a la cadena de suministro no crece en la misma proporción. La empresa respira mejor en sus estados financieros, pero sigue operando con poco oxígeno en plataformas, refinerías y proyectos de infraestructura.
La lógica de este diseño es clara: al canalizar recursos vía inversión financiera, el gobierno puede argumentar que los apoyos no presionan de la misma forma el déficit público, porque una parte relevante se contabiliza como reducción de pasivos. Desde una lectura fiscal estricta, la operación luce sofisticada. Desde la óptica de política energética, significa que buena parte del esfuerzo presupuestal se va a tapar huecos de ayer, no a construir capacidad para mañana.
Cada peso que se dirige a inversión financiera para Pemex es un peso que no se asigna a infraestructura eléctrica, transición energética o almacenamiento estratégico. No se trata de una dicotomía ideológica entre hidrocarburos y renovables, sino de una restricción muy concreta de caja: el espacio fiscal es finito y el grueso se está utilizando para sostener a una sola empresa.
La comparación con otros ramos es elocuente. Mientras Energía ve dispararse su gasto por las transferencias a Pemex, los recursos para expansión de redes eléctricas, modernización de centrales, integración de renovables a gran escala y proyectos de almacenamiento de gas y combustibles avanzan mucho más despacio. La Comisión Federal de Electricidad tiene sus propios programas de inversión, pero la falta de un esfuerzo coordinado de largo plazo en redes y flexibilidad del sistema eléctrico limita la capacidad del país para absorber más energía limpia sin comprometer la estabilidad.
En transición energética la renuncia es aún más visible. México ha pasado de hablar de liderazgo climático a una estrategia donde los apoyos presupuestales se concentran casi exclusivamente en una petrolera integrada. Los recursos para programas de eficiencia energética, movilidad eléctrica, generación distribuida o investigación en nuevas tecnologías quedan relegados frente a la urgencia de mantener a Pemex por encima de la línea de flotación financiera. La política energética que se proclama diversificada se comporta, en el presupuesto, como una política de rescate concentrado.
Tampoco hay una apuesta clara por reforzar almacenamiento estratégico de combustibles, una pieza crítica para un país que sigue dependiendo fuertemente de importaciones tanto de gasolinas como de gas natural. La infraestructura que daría resiliencia frente a choques externos compite en la misma mesa por una fracción de los recursos, mientras el grueso se va a amortiguar vencimientos de deuda de una sola empresa.
Los apoyos financieros masivos son el síntoma más visible de un problema estructural que lleva años madurando. Pemex no solo tiene una deuda abultada, también acumula pasivos operativos con proveedores y contratistas, responsabilidades ambientales y una carga de proyectos de refinación intensivos en capital que no generan flujos suficientes para compensar. El resultado es un hueco fiscal, un espacio entre lo que la empresa aporta efectivamente en renta petrolera y lo que exige en apoyos, que se ha ido ampliando hasta volverse un riesgo macroeconómico.
Cuando el gobierno decide canalizar casi todo el esfuerzo de inversión financiera a Pemex, envía una señal clara a los mercados: la empresa no está sola, el Estado está dispuesto a respaldarla de forma casi ilimitada. A corto plazo esto reduce la probabilidad de un evento de crédito en la petrolera y estabiliza la percepción de riesgo corporativo. A mediano plazo, sin embargo, la frontera entre riesgo Pemex y riesgo soberano se difumina aún más. Cada peso que se usa para aliviar deuda de la empresa es un peso que aumenta la presión sobre la calificación del país, porque los inversionistas leen esos apoyos como una obligación implícita de largo plazo.
La tensión se vuelve más aguda cuando se observa la composición interna del negocio. La estrategia de los últimos años ha privilegiado inversiones en refinación, un segmento donde la empresa arrastra pérdidas operativas recurrentes y donde la modernización del Sistema Nacional de Refinación sigue lejos de los estándares de eficiencia de sus pares internacionales. El upstream, que es la fuente principal de generación de flujos, compite por recursos con complejos de refinación que consumen capital y tiempo. Parte de la inversión financiera termina sosteniendo una estructura que privilegia proyectos menos rentables desde el punto de vista económico, pero políticamente prioritarios.
La narrativa oficial habla de recuperación, estabilidad financiera y nueva etapa de la empresa productiva del Estado. Hay datos que respaldan parcialmente esa historia: reducción de pérdidas contables, reestructura de ciertos pasivos, marcos fiscales más benignos. Sin embargo, cuando se mira el presupuesto con lupa, lo que aparece es otra cosa: una política energética diseñada desde el gasto para ser Pemex céntrica.
No es un accidente que 96 por ciento de la inversión financiera haya terminado en la petrolera. Es el resultado de una decisión deliberada de priorizar a Pemex por encima de cualquier otra dimensión del sistema energético. En el corto plazo, esto permite afirmar que la empresa llega más aliviada a sus vencimientos de deuda y que el Estado mantiene bajo control el riesgo inmediato de crisis corporativa. En el largo plazo, deja preguntas abiertas sobre cuánto más se puede sostener este modelo sin desplazar indefinidamente las inversiones que el país necesita en electricidad, transición y resiliencia del sistema energético en su conjunto.
El dato de los 386 mil millones no es solo una cifra contable, es un espejo. Refleja una política que ha optado por apuntalar a un gigante cansado, aun a costa de posponer la construcción de un sistema energético más diversificado, flexible y menos vulnerable a los vaivenes de una sola empresa. Visto desde el gasto público, el futuro energético de México sigue pasando, casi por completo, por Pemex. Y esa elección tiene un costo que apenas empieza a medirse.
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