La reunión del Consejo de Seguridad Energética de la OTAN con participación de la IEA y la Comisión Europea confirma que la seguridad energética dejó de ser un tema técnico para convertirse en asunto de defensa y estrategia estatal. El análisis explora cómo estas discusiones impactan a México, dependiente del gas de Estados Unidos, con infraestructura vulnerable y un Golfo de México estratégico
Cuando los ministros de defensa, los jefes de inteligencia y los reguladores energéticos se sientan en la misma mesa, algo profundo cambió en la forma de entender el riesgo. La reunión del Consejo de Seguridad Energética de la OTAN con participación de la Agencia Internacional de Energía y de la Comisión Europea es precisamente eso: la confirmación de que la seguridad energética dejó de ser un tema técnico de planificadores y se convirtió en un asunto central de defensa colectiva y estrategia estatal.
Ya no se discute solo cuánto gas hay en almacenamiento o cuánta capacidad de interconexión existe entre países. El foco está en vulnerabilidades simultáneas: gasoductos expuestos a sabotaje, cables submarinos que cargan electricidad y datos, sistemas de control industrial susceptibles de ciberataques y flujos críticos de petróleo, gas y electricidad que, si se interrumpen, pueden paralizar economías enteras. En ese contexto, hablar de energía es hablar de disuasión, resiliencia y capacidad de respuesta ante amenazas híbridas.
Durante años, la expresión seguridad energética se asoció a balances de oferta y demanda, a dependencias de importación y a indicadores de diversificación de fuentes. Hoy, el término se superpone con conceptos típicos de los manuales militares: superficie de ataque, redundancia, cadenas de mando, esquemas de inteligencia compartida. La OTAN no discute precios, discute qué ocurre si un gasoducto clave sufre un sabotaje coordinado con un ataque cibernético al operador del sistema eléctrico en medio de una ola de frío.
La presencia de la IEA en estas conversaciones aporta el ángulo técnico: datos de flujos, escenarios de interrupciones, capacidad de respaldo. La Comisión Europea incorpora la dimensión regulatoria y de inversión: cómo se diseñan nuevas normas para exigir protección física, ciberseguridad y criterios de resiliencia en la infraestructura que recibe financiamiento comunitario. La alianza deja de ser una suma de ejércitos y se convierte en un paraguas que abarca cables, ductos, terminales de GNL, centros de datos y subestaciones.
La reacción europea es visible: desde la revisión del marco de seguridad energética hasta propuestas para acelerar proyectos de redes eléctricas y nuevas listas de proyectos de interés común que incluyen una columna vertebral de hidrógeno y almacenamiento subterráneo, todo se lee bajo una misma lógica, reducir la capacidad de actores hostiles para usar la energía como arma o campo de chantaje. En paralelo, la OTAN desarrolla ejercicios, centros de excelencia y protocolos para responder a ataques híbridos donde la primera línea de impacto no es un cuartel, sino una subestación o una estación de compresión.
Vista desde México, la escena parece lejana, pero no lo es. El país depende de manera casi absoluta del gas natural de Estados Unidos para alimentar centrales eléctricas, industrias y buena parte de la cadena de valor del gas LP. Esa dependencia se sostiene en gasoductos que cruzan la frontera, estaciones de compresión y nodos de interconexión que, en un escenario de ataque físico o cibernético al otro lado del río Bravo, podrían ver reducidos o interrumpidos sus flujos.
A diferencia de Europa, México no ha enmarcado esa vulnerabilidad como un asunto de defensa nacional. El gas se sigue discutiendo en términos de precios, contratos de transporte y suficiencia de reservas, pero rara vez en términos de escenarios de disrupción coordinada o de respuesta ante crisis. Las rutas de importación desde la Costa del Golfo y desde el suroeste estadounidense se tratan como infraestructura comercial, no como activos que, si se dañan, comprometen la estabilidad del sistema eléctrico y de la economía.
La infraestructura eléctrica nacional tampoco queda fuera de riesgo. Las redes de transmisión y distribución arrastran rezagos de inversión, cuellos de botella y crecientes niveles de saturación en nodos críticos. Los sistemas de control, subestaciones y centros de despacho están cada vez más digitalizados, interconectados y, por lo mismo, más expuestos a ataques cibernéticos que buscan no robar información, sino generar caos operativo. Tanto Pemex como CFE han reconocido amenazas y eventos de ciberseguridad, pero la discusión pública sigue tratándolos como incidentes aislados y no como parte de un mapa de amenaza estructural.
El Golfo de México añade otra capa de complejidad. Es corredor de exportación de crudo, de importación de combustibles y, cada vez más, de flujos críticos de gas y petroquímica. Las rutas marítimas, terminales, boyas de carga y plataformas forman un sistema cuya interrupción tiene efectos simultáneos en ingresos fiscales, balanza comercial y suministro interno de combustibles. Lo que la OTAN discute para el mar del Norte y el Báltico, México tendría que empezar a discutirlo para su propio Golfo.
La reunión en el Consejo de Seguridad Energética de la OTAN no ocurre en el vacío. Coincide con una Unión Europea que acelera reformas para acortar tiempos de permisos de redes eléctricas, define criterios de ciberseguridad en proyectos financiados y promueve una nueva ola de inversiones en su columna vertebral de hidrógeno, con listas de proyectos de interés común donde gasoductos reconvertidos, nuevas tuberías y almacenamiento subterráneo forman una arquitectura pensada tanto para la transición climática como para la seguridad de suministro.
En paralelo, el ecosistema OPEP más aliados celebra nueve años del acuerdo de cooperación que estabilizó, con altos y bajos, el mercado petrolero tras crisis sucesivas. Desde la óptica de seguridad energética, esa coordinación no es solo un pacto de precios, es una herramienta de previsibilidad de oferta en un mercado donde la volatilidad se traduce en tensiones fiscales y sociales para países importadores. La arquitectura de seguridad que hoy discuten OTAN e IEA mira con atención cualquier movimiento que afecte la disponibilidad de crudo en rutas clave.
Estados Unidos, por su parte, redefine sus prioridades de seguridad energética hacia 2025 y 2026. El énfasis está en resiliencia de redes frente a eventos climáticos extremos, protección de gasoductos y terminales frente a ataques físicos y cibernéticos y capacidad de respuesta ante disrupciones simultáneas. Los documentos de seguridad reconocen que, en un escenario de amenazas híbridas, los ductos y subestaciones son tan estratégicos como las bases militares. El caso de México importa, porque se ha integrado a esa infraestructura desde la lógica de mercado, pero no desde la lógica de defensa.
La pregunta de fondo es qué significa, para México, que la seguridad energética se discuta al máximo nivel de alianzas militares y organismos multilaterales. En términos prácticos, significa que el país tendrá que dejar de pensar en gasoductos, redes eléctricas, plataformas y terminales solo como activos económicos y empezar a verlos como nodos críticos de seguridad nacional que requieren otra escala de planeación, protección y coordinación interinstitucional.
Eso implica al menos tres cambios. Primero, incorporar a las áreas de defensa, inteligencia y protección civil en la planificación energética, no solo como entidades reactivas, sino como co diseñadoras de estrategias de resiliencia. Segundo, alinear inversiones en infraestructura con criterios de redundancia y dispersión geográfica que reduzcan la exposición a puntos únicos de falla, tanto en la frontera como en el Golfo y en los corredores industriales. Tercero, elevar la ciberseguridad de Pemex, CFE y operadores privados al nivel de infraestructura crítica, con esquemas de prueba, respuesta y recuperación que estén integrados al sistema de seguridad nacional.
Mientras la OTAN sienta a la IEA y a la Comisión Europea para construir una gramática común de seguridad energética, México sigue discutiendo gas y electricidad en términos de tarifas, subsidios y proyectos individuales. La brecha no es solo de inversión, es de enfoque. La palabra que hoy unió a alianzas militares, reguladores y analistas en Europa todavía no se ha instalado en el vocabulario de defensa mexicano con la fuerza que exige la realidad de su dependencia, su infraestructura y su exposición.
El tiempo en que seguridad energética era sinónimo de asegurarse suficientes moléculas de gas o barriles de petróleo terminó. En la nueva fase, la seguridad energética es defensa, es inteligencia y es capacidad de proteger un sistema que, en el caso de México, ya no es aislado, sino profundamente interconectado con el de su principal socio y vecino. Ignorar esa dimensión no elimina el riesgo, solo lo deja fuera del radar estratégico.
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