6 horas atrás
6 mins lectura

El convenio de 92 millones en Chimalhuacán: cuando la luz de CFE decide si hay agua

El convenio para que Chimalhuacán pague 92 millones de pesos a CFE por adeudos eléctricos expone un problema nacional: organismos operadores de agua técnicamente quebrados, tarifas que no cubren el costo de bombeo y convenios de recaudación que condicionan la continuidad del servicio. Este análisis conecta energía, agua y riesgo social, y muestra cómo la electricidad se ha vuelto el factor que decide si hay o no agua en las ciudades mexicanas.

El convenio de 92 millones en Chimalhuacán: cuando la luz de CFE decide si hay agua

El convenio para que Chimalhuacán pague 92 millones de pesos a la Comisión Federal de Electricidad por adeudos en energía no es una historia local ni un episodio aislado de mala administración. Es la expresión visible de una ecuación que ya no cierra: organismos operadores de agua en bancarrota técnica, estructuras tarifarias que no reconocen el costo real de bombear y potabilizar, y una empresa eléctrica que utiliza convenios de pago como herramienta de recaudación frente a sistemas hídricos que no pueden dejar de operar ni un día sin generar riesgo social.

Detrás de la cifra pactada se encuentra la misma secuencia que se repite en decenas de municipios. El organismo operador mantiene tarifas políticas, bajas y fragmentadas; acumula cartera vencida en usuarios domésticos y comerciales; absorbe pérdidas físicas y comerciales sin capacidad de inversión en redes; paga tarde a CFE; recibe avisos de corte; negocia un convenio que reconoce el adeudo, establece un calendario de pagos y promete continuidad del suministro eléctrico. La discusión se presenta como rescate puntual, pero el problema es estructural: el modelo financiero de los sistemas de agua no soporta el costo real de la energía que requieren sus bombeos, pozos, plantas de rebombeo y estaciones de tratamiento.

En la práctica, las tarifas eléctricas se han convertido en el factor que define si hay agua en la llave. Bombear desde pozos profundos, impulsar agua en laderas urbanas, operar sistemas de rebombeo en metrópolis densas y mantener presión mínima en horarios pico depende de motores que consumen electricidad de manera intensiva. Cuando el organismo deja de pagar, CFE tiene la facultad de suspender el servicio; cuando amenaza con ejercerla, el municipio enfrenta el dilema de destinar recursos de otras partidas o aceptar convenios que comprometen su margen presupuestal a varios años. La continuidad del agua queda, de facto, atada a la capacidad de pago de una entidad que ya opera en déficit.

El caso Chimalhuacán ilustra un fenómeno que se extiende mucho más allá del oriente del Valle de México. Cientos de organismos operadores en el país están técnicamente quebrados. Gastan más de lo que ingresan, cargan pasivos con CFE, con proveedores y con instituciones de seguridad social, y sobreviven gracias a transferencias extraordinarias, condonaciones parciales y acuerdos políticos. La contabilidad formal no refleja los subsidios cruzados que fluyen desde gobiernos estatales y municipales para evitar colapsos visibles del servicio. El resultado es un sistema de agua que se sostiene en equilibrios frágiles y en deudas aplazadas, no en modelos financieros sostenibles.

CFE ha convertido los convenios en una herramienta sistemática para administrar esta realidad. No son solo instrumentos de buena voluntad, son contratos que consolidan deudas, reconocen saldos y fijan reglas de juego que refuerzan su posición como acreedor dominante. A cambio de diferir cortes o reconexiones, la empresa eléctrica obtiene compromisos de pago en plazos establecidos, garantías parciales y una jerarquización implícita de su crédito frente a otros proveedores del organismo. Desde la lógica de la empresa, tiene sentido: la cartera vencida con sistemas de agua se vuelve manejable y trazable. Desde la lógica del servicio público, el margen de maniobra financiera de los organismos se estrecha aún más.

Lo que se compromete en cada firma de convenio no es solo un calendario de pagos, sino la capacidad futura del organismo de invertir en mantenimiento, reducción de fugas, rehabilitación de pozos y modernización de equipos de bombeo más eficientes. Cada peso destinado a cumplir con un acuerdo de adeudos con CFE es un peso que deja de destinarse a infraestructura que podría reducir el consumo energético por metro cúbico bombeado. El círculo se cierra así sobre sí mismo: altos consumos energéticos, tarifas eléctricas que no se pueden negociar caso por caso, deudas crecientes, convenios que absorben el margen y menos inversión en eficiencia.

El riesgo social es directo. Cuando un organismo operador está atrapado entre CFE y sus propias finanzas deterioradas, su capacidad de garantizar continuidad del servicio se erosiona. Un corte eléctrico en una planta de bombeo estratégica deja sin agua a colonias enteras, escuelas, centros de salud y comercios. En zonas metropolitanas con alta densidad y desigualdad, la interrupción del servicio se convierte en detonante de conflicto social, bloqueos, protestas y desgaste político acelerado. El conflicto formal es entre una empresa eléctrica y un organismo de agua; la factura real la pagan los usuarios que dependen de un servicio continuo para sobrevivir en entornos urbanos vulnerables.

La dimensión nacional del problema se percibe al observar el entramado agua y energía como un sistema único. El país ha construido su suministro urbano sobre sistemas de bombeo intensivos en energía, llevando agua a kilómetros de distancia o cientos de metros de altura en ciudades que crecieron antes de planear infraestructura robusta. Los organismos operadores no controlan el precio de la electricidad ni las reglas tarifarias; apenas controlan su propia capacidad de cobrar por el servicio. CFE, por su parte, no está diseñada para asumir el rol de financiador permanente de sistemas hídricos deficitarios. El resultado es una tensión estructural sin un mecanismo institucional claro para resolverla.

Lo que el caso Chimalhuacán expone es la ausencia de un marco nacional que reconcilie el derecho humano al agua con las reglas de cobro de la empresa eléctrica y con la necesidad de sostenibilidad financiera de los organismos operadores. Mientras esa reconciliación no exista, los convenios seguirán funcionando como parches que evitan cortes catastróficos, pero no corrigen la raíz del problema. Los municipios se verán obligados a suscribir acuerdos de pago que comprometen ejercicios completos de gobierno; CFE seguirá utilizando su poder de corte como herramienta de disciplina financiera; la inversión en modernización de infraestructura permanecerá postergada.

Entre la boleta que reconoce 92 millones de pesos de adeudo y la llave que se abre o no se abre en una casa de Chimalhuacán hay un sistema entero que se está tensando. Energía, agua y riesgo social forman ya un triángulo que no puede seguir tratándose como suma de problemas sectoriales. Si el país decide que el suministro de agua es esencial, tendrá que decidir también cómo se financia la energía que lo hace posible, quién asume el costo de la ineficiencia acumulada y cómo se evita que el próximo convenio sea solo otra cifra que maquilla un modelo que ya agotó su margen de resistencia.


Deja un comentario

Todos los campos son obligatorios *