Pemex evalúa con un socio español una biorrefinería en Hidalgo para producir biogás y combustible sostenible de aviación, con posible apoyo de CFE y reformas que permitirían mezclar biogás en gasoductos. El proyecto coloca a la petrolera en la frontera de la transición energética, donde cuentan la trazabilidad del biometano, el ciclo de carbono del SAF y la integración con la economía circular.
Pemex, la empresa que durante décadas fue sinónimo de combustóleo pesado y refinerías rezagadas, está probando una puerta que hasta hace poco parecía reservada a otros jugadores: la de los biocombustibles de nueva generación. El anuncio de que evalúa, junto con un socio español, una biorrefinería en Hidalgo capaz de producir biogás y combustible sostenible para aviación coloca a la petrolera en la frontera más exigente de la transición: el binomio biometano más SAF, con la Comisión Federal de Electricidad como posible offtaker y reformas en camino para permitir mezclar biogás en los gasoductos.
La escena es elocuente. En los mismos terrenos donde fracasó el proyecto de una refinería tradicional, el gobierno federal impulsa ahora un parque de reciclaje y economía circular. De esa infraestructura surgiría una planta que tomaría residuos orgánicos, plásticos seleccionados y escombros para transformarlos en gas renovable y combustible de aviación con menor huella de carbono. Es el tipo de giro que da titulares en cumbres climáticas, pero que se juega, en la práctica, en válvulas de purificación, unidades de upgrading y contratos de largo plazo con aerolíneas.
Si Pemex va a salir de su zona de confort, no pudo elegir un frente más exigente que el SAF. La aviación es uno de los sectores más difíciles de descarbonizar. No tiene versiones masivas de baterías, depende de densidades energéticas altas y opera bajo estándares de seguridad que no admiten atajos. La Organización de Aviación Civil Internacional ya acordó un esquema global de compensación y reducción de carbono, y los reguladores en Europa y otros mercados empiezan a exigir porcentajes crecientes de SAF en las mezclas de turbosina.
En ese tablero, llegar tarde significa quedarse fuera de las rutas más rentables. Las aerolíneas que vuelan desde México hacia hubs internacionales necesitarán proveedores capaces de entregar combustibles certificados, trazables en su ciclo de vida y compatibles con motores y sistemas existentes. Una biorrefinería en Hidalgo no es solo un proyecto industrial, es una ficha estratégica para que el país no dependa exclusivamente de importaciones de SAF producidas en otras regiones.
Pemex tiene, en teoría, ventajas que pocas empresas pueden replicar en México. Conoce el negocio de refinación, domina la logística de turbosina en aeropuertos clave y puede integrar el SAF en su portafolio de productos. El reto es que jugar en esta liga exige algo más que capacidad instalada. Implica asegurar cadenas de suministro de residuos, dominar rutas de upgrading avanzado, cumplir con certificaciones internacionales de ciclo de carbono y sostener, durante años, inversiones que no se justifican solo por el margen inmediato, sino por el valor de mantener acceso a mercados exigentes.
La parte menos visible del anuncio, pero quizá la más disruptiva, es la idea de inyectar biogás en la red de gasoductos con el apoyo de CFE. El concepto es simple en una frase, complejo en ingeniería. Para que un biometano pueda mezclarse con gas natural en ductos existentes, debe cumplir especificaciones muy estrictas: contenido de metano, poder calorífico, índice de Wobbe, límites de dióxido de carbono, sulfuro de hidrógeno y humedad. Eso obliga a pasar de un biogás crudo, salido de un biodigestor cargado de residuos, a un gas refinado que se comporta, ante el sistema, como cualquier molécula fósil.
Lograrlo requiere unidades de upgrading con tecnologías de membranas, absorción física o química, criogénicas o combinadas, capaces de separar CO₂, eliminar compuestos corrosivos y entregar un stream consistente. Después viene la medición: puntos de inyección equipados con cromatógrafos, medidores de flujo de alta precisión y sistemas de odoración coordinados con los estándares de la red. Todo esto anclado a acuerdos comerciales que definan quién se queda con el atributo verde del gas renovable y cómo se evita vender dos veces el mismo beneficio climático.
La trazabilidad es el corazón del modelo. En Europa, el biomethane se mueve acompañado de garantías de origen que certifican su contenido renovable aunque las moléculas se mezclen físicamente en el sistema. Si México abre la puerta a mezclar biogás en ductos, necesitará un esquema similar para que los consumidores que pagan por gas de menor huella puedan demostrarlo ante reguladores, clientes o inversionistas. CFE, como actor central del despacho eléctrico, tendría que integrar ese atributo en su oferta a grandes usuarios y, eventualmente, en sus métricas de emisiones.
La pieza encaja con otras tendencias. Un sistema que aprende a manejar biometano, con garantías de origen y mediciones robustas, está más cerca de integrar en el futuro hidrógeno bajo en carbono, e metano sintético o mezclas más complejas. La biorrefinería de Hidalgo no sería solo una fábrica de biogás, sino un laboratorio para probar, a escala industrial, cómo se ve una economía circular de combustibles que combina residuos, gasoductos, generación eléctrica y combustibles avanzados.
La ironía es inevitable. La misma Pemex que carga con críticas por emisiones de metano, quema rutinaria y refinerías intensivas en carbono ahora aparece como co protagonista de un proyecto de economía circular que produce SAF y biogás. La contradicción no es necesariamente un defecto. Las grandes petroleras que se han movido con mayor credibilidad en transición lo han hecho precisamente desde esa tensión: reconocer el legado fósil, pero usar su escala para acelerar la adopción de tecnologías limpias.
En el caso mexicano, la ecuación es más delicada. Pemex sigue siendo una empresa altamente apalancada, dependiente de transferencias del presupuesto y con una cartera de inversiones dominada por upstream y refinación convencional. Cada peso que se destina a una biorrefinería compite con necesidades urgentes en mantenimiento, integridad de instalaciones y reducción de emisiones existentes. La pregunta de fondo es si el proyecto en Hidalgo será un piloto simbólico, útil para discursos, o el primer módulo de una estrategia sistemática para reposicionar a la empresa en la cadena de combustibles avanzados.
El socio español aporta experiencia en reciclaje, biocombustibles y gestión de residuos, mientras que el gobierno federal ofrece terrenos, narrativa de economía circular y, posiblemente, reformas legales para viabilizar el blending de biogás. CFE aparece como tercer vértice, dispuesto a absorber el gas renovable en su red y usarlo para descarbonizar parte de su portafolio. Sobre el papel, la triangulación es impecable. En la práctica, su éxito dependerá de la capacidad de alinear cronogramas regulatorios, decisiones de inversión y una cadena de suministro de residuos que hoy está fragmentada en miles de municipios.
El movimiento, sin embargo, marca un punto de inflexión. Pemex empieza a tantear un terreno donde las reglas no las define el barril de Brent, sino los factores de emisión de ciclo de vida, las certificaciones de sostenibilidad y la compatibilidad con objetivos de cero neto. Del combustóleo al combustible sustentable no hay un salto, hay una serie de escalones técnicos y financieros. La biorrefinería de Hidalgo, si se concreta, será uno de los primeros. El mercado global de SAF está observando quién puede subirlos sin tropezar.
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