México anunció en la COP 30 una meta de reducción del 50 por ciento de GEI al 2035 y confirmó el compromiso de recortar 30 por ciento de metano al 2030. El cumplimiento depende de que Pemex transforme sus operaciones de extracción, refinación, transporte y quema de gas, en un contexto de alta deuda y presión internacional por resultados verificables.
En Belém, los aplausos llegaron rápido. México se presentó en la COP 30 con una nueva promesa climática que suena contundente en la sala plenaria: reducir en 50 por ciento sus emisiones de gases de efecto invernadero para 2035 y confirmar el recorte de 30 por ciento de metano al 2030. Sobre el papel, el país se alinea con la narrativa de “ambición reforzada” que domina los discursos de alto nivel. Pero detrás de la cifra hay un actor que decide casi todo: una empresa petrolera estatal altamente endeudada, con infraestructuras envejecidas y una larga historia de emisiones fugitivas. El verdadero destino de la nueva NDC se juega en las plataformas, refinerías, baterías de separación y compresoras de Pemex, no en el documento aprobado en la cumbre.
El contraste entre el anuncio y la ingeniería diaria es evidente para cualquiera que haya recorrido una instalación de Pemex. Reducir a la mitad las emisiones nacionales hacia 2035 implica, en el corto plazo, que el sector petróleo y gas deje de tratar al metano como un subproducto incómodo y lo vea como lo que es: el gas que se escapa por una válvula defectuosa es clima, pero también ingresos perdidos.
La promesa de recortar 30 por ciento de metano al 2030 suena razonable en negociaciones multilaterales. En campo significa otra cosa: instalar sistemas de recuperación de vapores donde hoy se queman o se ventean, sellar fugas crónicas en líneas de flujo, sustituir equipos neumáticos accionados por gas por sistemas de aire comprimido o eléctricos, rediseñar prácticas de purga y mantenimiento, y rehacer rutinas en refinerías que fueron concebidas en otra era tecnológica.
Pemex llega a este punto con un plan de sustentabilidad que ya reconoce metas de metano y flaring, pero con una trayectoria irregular. Sus emisiones de metano han mostrado descensos parciales, aunque siguen por encima de las de empresas comparables y, en varios activos, el volumen de gas quemado o venteado aún es demasiado alto frente a estándares internacionales. Cumplir la nueva meta climática no es un ajuste marginal, es un cambio de régimen operativo en una compañía que todavía dedica buena parte de su presupuesto a apagar incendios financieros y técnicos.
Llevado a operaciones concretas, un recorte de 30 por ciento de metano en petróleo y gas obliga a intervenir casi toda la cadena. En campos de producción, la prioridad es dejar de tratar al gas asociado como basura térmica. Las unidades de recuperación de vapores dejan de ser proyectos piloto para convertirse en infraestructura estándar, capaces de capturar mezclas de gas que hoy terminan en antorchas o en venteo discreto. En instalaciones con producción madura, esto implica invertir en equipos que permitan comprimir, endulzar o reinyectar gas en volúmenes que no siempre son atractivos desde el punto de vista comercial, pero sí desde la óptica de emisiones.
La eliminación de la quema rutinaria es el segundo pilar. No se trata de apagar antorchas sin más, sino de rediseñar cómo se manejan los desbalances entre producción y capacidad de evacuación de gas. Esto exige redundancias en compresores, ampliación de líneas, acuerdos con transportistas para recibir gas en condiciones más variables y, en algunos casos, decisiones difíciles sobre el propio perfil de extracción de crudo en campos donde el gas asociado ya no tiene salida viable.
El tercer componente es la detección avanzada de fugas. Dejar atrás inspecciones esporádicas con jabón y oído entrenado y pasar a programas formales de búsqueda y reparación que combinen sensores fijos, cámaras infrarrojas, sobrevuelos con drones y, crecientemente, monitoreo satelital. Eso implica cambios de cultura tanto como de tecnología: una fuga que antes se toleraba mientras no generara riesgo de seguridad visible ahora debe considerarse un incumplimiento de meta climática, con responsables claros y tiempos de reparación definidos.
En refinerías y complejos de gas, donde muchas válvulas, sellos y compresores datan de hace décadas, el recorte de metano obliga a acelerar la sustitución de equipos. Las plantas antiguas tienen redes extensas de purgas, respiraderos y puntos de alivio que fueron diseñados bajo una lógica de seguridad operativa, pero con nula sensibilidad climática. Ajustar esa ingeniería requiere proyectos de modernización costosos, que compiten por presupuesto con necesidades urgentes de mantenimiento, integridad mecánica y confiabilidad en procesos.
En el discurso oficial, la nueva meta de 50 por ciento de reducción hacia 2035 se presenta como una transformación transversal de toda la economía. En la práctica, el cumplimiento descansa de forma desproporcionada sobre el desempeño de Pemex. El petróleo y el gas concentran una fracción significativa de las emisiones nacionales, y el metano que se libera en exploración, producción, procesamiento y transporte tiene un impacto climático mucho mayor que el dióxido de carbono en horizontes de veinte años.
Pemex, además, carga con una estructura financiera que condiciona sus decisiones. La empresa sigue siendo una de las petroleras más endeudadas del mundo, con metas simultáneas de aumentar la producción, sostener la refinación, pagar deuda y ahora cumplir objetivos climáticos más estrictos. La lógica de caja a corto plazo se enfrenta con los horizontes de inversión requeridos para transformar prácticas en flaring, venteo y fugas. Un sistema de recuperación de vapores bien diseñado se amortiza en años, no en trimestres, y esa asimetría de tiempos tensiona cualquier programa serio de reducción.
El gobierno ha reforzado su discurso de apoyo, combinando inyecciones de capital, alivios fiscales y vehículos de inversión para mantener a flote a la empresa. En paralelo, Pemex se ha comprometido en foros internacionales a avanzar hacia cero quema rutinaria y a mejorar la calidad de sus datos de metano. El riesgo es evidente: una brecha entre la retórica de transición y la capacidad real de ejecución en un conglomerado que todavía batalla para cumplir metas de producción y mantenimiento en instalaciones clave.
Desde la óptica diplomática, la nueva NDC de México llega a la COP 30 con credenciales sólidas. El país se alinea con los llamados globales a reducir metano, se compromete con una meta intermedia para 2035 y mantiene la aspiración de neutralidad a mitad de siglo. Para muchos negociadores, especialmente de países que aún no han presentado metas comparables, el movimiento mexicano es una señal positiva.
La lectura internacional de riesgo es menos complaciente. Los analistas que siguen de cerca a Pemex llevan años advirtiendo que la combinación de alta deuda, desempeño operativo volátil y rezagos en gestión ambiental convierte a la empresa en un punto de vulnerabilidad para cualquier meta climática nacional. Una petrolera que lucha por financiar su cartera de campos y mantener su Sistema Nacional de Refinación difícilmente puede absorber, sin apoyos adicionales, el costo de una modernización acelerada orientada a metano.
En los mercados de capital, la presión viene de otro frente. Inversionistas que han firmado compromisos de descarbonización miran con lupa la coherencia entre planes climáticos y resultados medibles. Un programa creíble de reducción de metano en Pemex requiere datos auditables, cronogramas claros, hitos intermedios y transparencia sobre inversiones específicas en VRU, compresión, sustitución de equipos y nuevas rutinas de operación. Sin eso, el riesgo es que las metas climáticas de México se perciban como una capa de barniz sobre una infraestructura fósil que sigue funcionando en modo de negocio habitual.
La discusión que dejó abierta la COP 30 no es solo cuánto quiere reducir México, sino cómo piensa hacerlo en el corazón de su industria petrolera. El recorte de 30 por ciento de metano y la meta de 50 por ciento de emisiones hacia 2035 pueden convertirse en un catalizador para modernizar instalaciones, atraer financiamiento climático y reducir pérdidas económicas por gas desaprovechado. También pueden diluirse en una narrativa donde las antorchas siguen encendidas, las fugas se siguen subestimando y las metas se posponen a futuros paquetes de medidas.
La frontera entre una y otra ruta no se definirá en la diplomacia, sino en hojas de ruta técnicas y decisiones presupuestales. Si Pemex logra convertir sus compromisos de metano en proyectos visibles en plataformas, refinerías y complejos de gas, la nueva NDC mexicana puede ganar credibilidad y apalancar el peso político del país en la agenda climática. Si no, la imagen que quedará será la de un país que llegó con una oferta ambiciosa a la COP 30, pero que sigue sin controlar de manera consistente el gas que se escapa por sus propias válvulas.
Todos los campos son obligatorios *