El metano ya no es un inventario estimado: el MRV operativo exige medición, evidencia y auditoría. Guía técnica para upstream y midstream con KPIs y decisiones 2026–2028.
En el upstream y el midstream hay un cambio silencioso que ya se siente en juntas de inversión, auditorías de due diligence y comités de compras: el metano dejó de ser una línea calculada “con factores” y se convirtió en un dato que se exige con evidencia. No evidencia narrativa, evidencia operativa. Un registro que aguante preguntas incómodas: dónde, cuándo, cuánto, con qué instrumento, quién verificó, qué se reparó y cómo se cerró la desviación.
La diferencia parece semántica, pero no lo es. Cuando el metano se estimaba, el riesgo era reputacional y, en el mejor de los casos, administrativo. Cuando el metano se mide y se verifica, se vuelve comercial: entra a cláusulas, a primas de seguro, a costo de capital y a acceso a mercado. Se empieza a “pagar” no necesariamente en aduana, sino en el precio del contrato, en el descuento por riesgo, en la obligación de remediación, en el costo de monitoreo continuo y en la pérdida de elegibilidad frente a contrapartes que ya no aceptan inventarios de papel.
En México, esto golpea donde más duele: activos con integridad desigual, compresión con mantenimiento diferido, redes extensas, estaciones, plantas de procesamiento, terminales y un ecosistema de contratistas donde la disciplina de evidencia no siempre existe. El MRV no es un reporte. Es un sistema nervioso.
Los inventarios “estimados” fallan porque suponen un mundo estable, y el metano es exactamente lo contrario. La mayor parte de las emisiones relevantes no se comporta como un promedio anual. Se comporta como eventos: una válvula que se quedó pasando, un sello mecánico que degradó, un tanque que venteó por cambios de presión, un compresor que arrancó fuera de especificación, un flare que operó mal en un día húmedo, un dren que se dejó abierto en una maniobra, un controlador neumático que no debería estar en servicio, un super-emitter que aparece y desaparece.
Cuando el fenómeno es intermitente, el inventario basado en factores tiende a subestimar. Y cuando hay super-emitters, el promedio se vuelve una ilusión: puedes tener “buen desempeño” en 95% de equipos y aun así perder el partido por 5% de fuentes que concentran la mayor parte de las fugas. En términos de gestión, esto revienta la lógica tradicional de cumplimiento: ya no sirve una campaña anual “bonita” si entre campañas se te escapó el evento que un satélite, un avión o un sensor continuo detecta en horas.
A eso se suma un problema de ingeniería organizacional: en muchas operaciones, el dato de emisiones vive separado del dato de producción, del dato de mantenimiento y del dato de integridad. Se reporta “emisiones” sin que el sistema sea capaz de contestar si ese día el compresor estuvo en bypass, si la estación operó con vibración fuera de rango, si hubo un cambio de configuración, o si el flare tuvo una indisponibilidad. Sin esa correlación, el MRV se queda en fotografía, no en diagnóstico.
El MRV operativo no es una tecnología, es un stack. Y la clave es entender qué resuelve cada capa y qué no.
La primera capa es el trabajo de campo con métodos de detección cercanos, donde entra la OGI como herramienta que permite “ver” plumas y priorizar. En términos prácticos, OGI acelera decisiones: no te quedas esperando a que alguien huela gas o a que una alarma incidental suene. Pero OGI no es una varita mágica. Su desempeño depende de condiciones, accesos, línea de vista y disciplina de ejecución. Aun así, bien usada, se vuelve el primer filtro para convertir intuición en hallazgo.
La segunda capa son los sensores continuos o cuasi-continuos, típicamente en sitios críticos: compresión, procesamiento, almacenamiento, puntos de alta probabilidad de evento, o zonas donde un solo fallo tiene consecuencias comerciales o de seguridad. Esta capa cambia el juego porque no depende de “visitas”. Si el evento aparece a las 2:00 a.m., hay registro. El valor no es solo detectar; es reconstruir la historia del evento y demostrar tiempos de respuesta.
La tercera capa son campañas periódicas con tecnologías complementarias: recorridos estructurados, medición cuantitativa donde aplique, y verificación de reparación. Esta capa convierte el programa en rutina: hallazgo, corrección, verificación, cierre. Aquí es donde muere el MRV si la organización lo trata como “programa ambiental” y no como parte del sistema de confiabilidad.
La cuarta capa es la observación amplia, donde entran plataformas aéreas o satelitales que detectan grandes eventos y presionan al sistema desde afuera. En mercados avanzados, esta capa ya no es opcional porque la detección externa se volvió parte del entorno. El operador que no la incorpora vive en modo reactivo: se entera por terceros. En MRV, enterarte por terceros es perder control narrativo y operativo.
El punto fino es que el stack funciona como un sistema: OGI localiza y prioriza, sensores continuos capturan intermitencia, campañas estructuran disciplina, y la observación amplia sirve como auditor externo de la realidad. Ninguna capa, por sí sola, te hace “creíble”.
Evidencia, en MRV, no es una presentación ni una tabla. Es trazabilidad del dato desde su origen hasta su uso. Un auditor serio no pregunta primero “cuánto emitiste”, pregunta “cómo lo sabes”.
En la práctica, la evidencia robusta se arma con cuatro piezas que deben amarrar sin contradicciones. La primera es la evidencia de medición: registro del instrumento, configuración, fecha, lugar, operador, condiciones, y control de calidad. La segunda es la evidencia operativa: qué estaba ocurriendo en el activo cuando se detectó la emisión, con bitácoras, eventos de operación, cambios de régimen, alarmas, trabajos en curso. La tercera es la evidencia de intervención: orden de trabajo, actividad realizada, piezas, calibraciones, pruebas posteriores, criterios de aceptación. La cuarta es la evidencia de cierre: verificación post-reparación, confirmación de reducción o eliminación del evento, y lección operativa incorporada para evitar recurrencia.
La auditoría moderna además cruza coherencia. Si reportas baja intensidad, pero tienes alta frecuencia de fallas en compresión y mantenimientos diferidos, tu historia se tambalea. Si dices que todo está controlado, pero no puedes demostrar tiempos de respuesta, tu “programa” es retórico. En MRV, el dato y el sistema de mantenimiento se vuelven inseparables.
En mercados donde esto ya escaló, la conversación termina en dinero. Contratos de suministro y financiamientos empiezan a incorporar condiciones: obligación de tener programas de detección, umbrales, reportes verificados, o incluso penalidades si se detectan super-emitters no atendidos. Se cobra en forma de descuento, obligación de remediación, o pérdida de acceso a ciertos compradores. Aunque México no exporte gas como otros, su cadena sí compite por inversión, por contratos industriales y por credibilidad de infraestructura.
México vive una tensión particular. El gas es columna vertebral eléctrica e industrial, y al mismo tiempo la infraestructura de midstream y los activos asociados al upstream tienen puntos de fragilidad donde el metano se vuelve síntoma de integridad.
En compresión, los eventos de metano se relacionan con sellos, empaques, vibración, condiciones de succión y descarga, y disciplina de mantenimiento. Si el MRV detecta recurrentemente en una estación, no es un “tema ambiental”, es un indicador de confiabilidad. Lo mismo ocurre en procesamiento: válvulas, conexiones, venteos, tanques, drenajes. En ductos, el reto es distinto: grandes redes, muchas estaciones, interfaces con terceros, y la dificultad de convertir un hallazgo amplio en intervención específica sin un sistema de localización y respuesta aceitado.
Y luego está el punto que casi nadie quiere ver: el MRV te obliga a ordenar tu cadena de contratistas. Porque si el programa depende de terceros, el estándar de evidencia debe vivir en contratos, no en buenas intenciones. En upstream y midstream, el metano se “opera” con personal propio y con proveedores. Si el estándar no está escrito, medido y auditado, se rompe por el eslabón más débil.
Por eso el MRV operativo también es un ejercicio de gobernanza: define responsables, define tiempos de respuesta, define umbrales de escalamiento y define cómo se decide una parada o una intervención cuando un evento supera el riesgo aceptable. Un sistema de MRV maduro no solo detecta; decide.
En los próximos tres años, la ventaja no será “tener un reporte”, será sostener un sistema. La inversión mínima creíble no se mide por cuántas cámaras o sensores compras, sino por si puedes demostrar tres capacidades.
La primera es capacidad de detección con cobertura razonable en activos críticos y con métodos replicables. La segunda es capacidad de respuesta con tiempos que se sostienen, incluso en turnos complejos, con recursos limitados y con múltiples frentes. La tercera es capacidad de verificación, porque reparar sin verificar es operar a ciegas.
Los KPIs que empiezan a importar tienen menos glamour, pero más poder: tiempo desde detección a intervención, tiempo desde intervención a verificación, tasa de recurrencia por tipo de activo, proporción de emisiones atribuibles a super-emitters, porcentaje de cobertura real de monitoreo en sitios críticos, y consistencia de evidencia en auditorías. En términos ejecutivos, el KPI más valioso es uno que vincula metano con confiabilidad: cuánto te cuesta no tener control.
El resultado comercial es directo. El operador o transportista que construya MRV como disciplina de operación gana resiliencia, reduce eventos, mejora su narrativa ante inversionistas y contrapartes y, sobre todo, compra algo raro en México: previsibilidad. El que se quede con inventarios estimados se vuelve vulnerable a detección externa, a presión de contrapartes, a auditorías que exigen evidencia, y a costos que aparecen de golpe cuando ya es tarde.
En MRV, el futuro no es un discurso climático. Es una factura de datos y de operación.
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