BlackRock México advirtió que Pemex no será autosustentable en el corto plazo y que la falta de claridad sobre el futuro del T-MEC frena la inversión privada. Este análisis explica por qué la frase reordena la percepción de riesgo México: estructura de deuda de Pemex, dependencia del presupuesto federal, credibilidad regulatoria y el tratado comercial como riesgo sistémico para el sector energético, la industria y las finanzas públicas rumbo a 28
Cuando un gestor global de activos habla de un emisor soberano o de su petrolera estatal, los mercados no escuchan un comentario aislado, leen una hoja de ruta. Que BlackRock México afirme que Pemex no será autosustentable en el corto plazo y que la falta de claridad sobre el T-MEC está frenando la inversión no es una frase más en un foro financiero. Es la señal explícita de que, de cara a 2026, el precio por prestarle a México y a su empresa petrolera se está recalculando con otra lente.
El mensaje llega en un momento incómodo. El gobierno ha construido su narrativa sobre la promesa de que Pemex logrará financiarse por sí misma a partir de 2027, mientras diseña un plan estratégico que descansa en transferencias fiscales masivas, alivios recurrentes de deuda y protección regulatoria. Del otro lado, un administrador de portafolios que tiene bonos mexicanos en su balance informa, sin dramatismo, que la ecuación no cierra todavía y que, sin claridad en el acuerdo comercial que sostiene la integración productiva de América del Norte, el apetito por riesgo México se modera.
Detrás de la afirmación sobre la falta de autosustentabilidad hay un diagnóstico financiero desnudo. Pemex sigue siendo la petrolera más endeudada del mundo, con un calendario de amortizaciones concentrado en los próximos años, una carga de intereses significativa y una dependencia estructural del presupuesto federal para refinanciar vencimientos y sostener inversión mínima en exploración, producción y seguridad industrial.
El plan oficial descansa en la idea de que unos cuantos años de apoyo extraordinario bastarán para que la empresa alcance una senda de flujo libre positiva y pueda regresar por sus propios medios a los mercados. La lectura de un gestor global es menos optimista: mientras la estructura de negocio mantenga activos poco rentables, refinerías con márgenes frágiles y una producción que apenas logra estabilizarse, el alivio fiscal luce más como subsidio permanente que como puente temporal.
Esto tiene implicaciones directas para los tenedores de deuda. Si Pemex no genera flujo suficiente para cubrir servicio de deuda, los inversionistas descuentan que Hacienda seguirá siendo el fiador de facto. La separación entre riesgo soberano y riesgo Pemex se vuelve difusa y, en la práctica, se transfiere parte del riesgo corporativo al balance del Estado. Que un actor como BlackRock lo diga en voz alta fuerza a recalibrar modelos de valuación: o los rendimientos suben para compensar esa fragilidad, o los portafolios recortan exposición.
El segundo componente de la declaración apunta al tratado que sostiene la integración industrial de México con Estados Unidos y Canadá. El T-MEC ha sido presentado durante años como seguro automático de atractivo para la inversión. BlackRock introduce matices incómodos: mientras no haya claridad sobre el resultado de la revisión de 2026, la inversión nueva se frena o se dosifica.
La razón es simple pero contundente. La política energética mexicana ha tensionado los compromisos asumidos en el tratado, especialmente en lo relativo a trato no discriminatorio a privados frente a empresas del Estado, certidumbre regulatoria y resolución de controversias. Grandes fondos leen los procedimientos de consulta y los amagos de panel no como ruido pasajero, sino como indicio de un riesgo sistémico: que, en un escenario extremo, el capítulo energético termine en una negociación áspera donde se exijan cambios de fondo en el modelo mexicano.
En ese contexto, la frase sobre falta de claridad no habla solo de textos legales, habla de comportamiento regulatorio. Mientras no quede claro si el país ajustará su marco para dar certidumbre a inversiones en energía, manufactura y cadenas de valor asociadas, los comités de inversión tienen un incentivo racional para esperar. Un portafolio global puede posponer un proyecto industrial o reducir exposición a bonos mexicanos; lo que no puede hacer es ignorar el riesgo de que el ecosistema jurídico que sostiene sus flujos de caja se renegocie en dos años.
La lectura desde los grandes fondos no es binaria. México sigue ofreciendo un cóctel raro de atractivos: nearshoring, demografía favorable, banco central creíble y mercado financiero profundo. Lo que cambia con declaraciones como la de BlackRock es el peso relativo de las alertas. El país deja de verse solo como beneficiario automático de la relocalización y se observa más como un activo con potencial, pero condicionado a dos preguntas: qué se hará con Pemex y cómo se resolverá la revisión del T-MEC.
Para un gestor global, Pemex es al mismo tiempo un emisor individual y una ventana al tipo de gobernanza económica que puede esperarse. Una petrolera crónicamente dependiente de transferencias, con transparencia limitada y un plan que descansa en supuestos optimistas, envía señales sobre la calidad de la gestión de riesgos y la voluntad de abordar problemas estructurales. Si a eso se suma un tratado comercial en revisión, en el que el sector energético es uno de los capítulos más sensibles, el resultado es una prima de incertidumbre que se incorpora silenciosamente a cualquier decisión de asignación de capital.
Los portafolios de deuda y de acciones no operan con lealtades políticas, operan con umbrales de riesgo. Pemex puede seguir formando parte de esos portafolios, siempre que la percepción sea que el Estado seguirá apoyándola y que el costo implícito de ese apoyo es manejable. El problema surge cuando, además de la fragilidad de la petrolera, se suma la posibilidad de un choque comercial o de sanciones en el marco del tratado. La frase de BlackRock muestra que esa combinación ya se discute en serio.
Entre 2026 y 2028 se cruzan tres vectores que esta declaración ayuda a iluminar. Primero, el calendario de pagos de Pemex, que requerirá definiciones claras sobre cuánto más está dispuesto el gobierno a destinar a rescates y en qué condiciones. Segundo, la revisión del T-MEC, que pondrá bajo la lupa la política energética, la prioridad otorgada a empresas estatales y el trato a inversiones privadas en electricidad y combustibles. Tercero, las necesidades de financiamiento del propio Estado, que tendrá que seguir saliendo a los mercados en un entorno de tasas aún elevadas y competencia global por capital.
Si el mensaje de un inversionista como BlackRock es que Pemex no será autosustentable en el corto plazo, el siguiente paso lógico es preguntarse de dónde saldrán los recursos para sostenerla. Más gasto en la petrolera implica menos espacio para inversión en otras áreas de energía, como redes eléctricas, almacenamiento, renovables o eficiencia. También implica menos margen para políticas industriales que busquen aprovechar el nearshoring con infraestructura moderna.
Al mismo tiempo, la falta de claridad sobre el futuro del T-MEC actúa como freno a inversiones que podrían apuntalar el crecimiento y, por esa vía, fortalecer la base fiscal. Es una forma de pinza: una empresa estatal que consume recursos fiscales sin lograr todavía equilibrio propio y un entorno comercial incierto que limita la entrada de inversión nueva que podría compensar ese drenaje.
En este contexto, la declaración de BlackRock funciona como radiografía y como advertencia. Radiografía, porque pone en palabras lo que muchos modelos de riesgo ya muestran: que el caso Pemex más T-MEC introduce tensiones adicionales sobre el perfil crediticio de México. Advertencia, porque sugiere que, sin cambios en la gobernanza de la petrolera, sin una definición clara de compromisos bajo el tratado y sin una estrategia creíble para equilibrar las cuentas públicas, el costo de capital para el país tenderá a subir, justo cuando más se necesita inversión productiva y energética.
No es un pronóstico de colapso. Es el recordatorio de que, para los grandes portafolios globales, el discurso de autosuficiencia y de integración comercial ya no basta. Lo que cuenta son los números, los tratados y las instituciones que les dan soporte. Y, por ahora, la frase que queda en la libreta de los analistas es la misma que encendió la conversación: Pemex no se sostiene sola en el corto plazo y el T-MEC, tal como está, no ofrece la claridad necesaria para liberar todas las inversiones que México podría recibir.
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