Usando la semana 14–20 de diciembre de 2025 como disparador, este artículo explica por qué el Gas LP en México se comporta como un “mercado por microzonas”: la última milla, el cilindro, la seguridad, la densidad urbana y la regulación de precios máximos crean brechas estructurales. Se traduce la realidad de campo a costos, riesgos y decisiones operativas para hogares y distribuidores, y se propone el dataset que falta para entender el mapa real
Cuando se publican precios máximos por región y modalidad, el debate público se queda en la cifra y se pierde lo importante: el Gas LP en México no opera como un “precio nacional” sino como una suma de rutas, riesgos y capacidades locales. La misma molécula puede tener costos radicalmente distintos dependiendo de si llega a un cilindro en un barrio de calles estrechas, a un tanque estacionario en un fraccionamiento, o a un punto de venta con infraestructura fija. La desigualdad no es un accidente, es el resultado de cómo está armado el sistema: regulación semanal de precios máximos, una distribución dominada por última milla, y un componente de seguridad que se paga aunque nadie lo vea.
El control por precios máximos por región y modalidad funciona como techo, pero no elimina las diferencias de costos. De hecho, las expone: si el regulador reconoce que hay regiones y modalidades distintas, está aceptando que los determinantes del precio no son homogéneos. La clave está en que el techo semanal no “iguala” el país; lo administra. La operación diaria sigue respondiendo a distancias, productividad de ruta, rotación de cilindros, pérdidas operativas y riesgo de siniestro.
Ese marco crea un incentivo silencioso: el distribuidor eficiente compite por volumen y control de ruta; el distribuidor con rutas caras compite por sobrevivir sin violar el techo. Cuando los costos estructurales se comen el margen, aparecen dos tensiones: deterioro de servicio y presión de informalidad. Ninguna se anuncia en una tabla, pero se siente en la calle.
El Gas LP es desigual porque el cilindro vuelve logística lo que en otros combustibles es infraestructura. En gasolina, el consumidor llega a la estación; en Gas LP, el producto llega al consumidor. Eso transforma el costo: el precio incorpora tiempo de ruta, densidad de entregas, accesos, retornos vacíos y gestión de inventario en movimiento.
En zonas densas y competitivas, la ruta rinde: muchas entregas por hora, recorridos cortos, alta rotación y más capacidad para operar con margen ajustado. En zonas dispersas, la ruta se vuelve cara: menos entregas por kilómetro, más tiempo muerto, mayor exposición a incidentes y una “capacidad ociosa” que alguien termina pagando. La desigualdad del Gas LP es, en gran medida, la desigualdad de productividad logística.
El contraste entre venta por estación o por distribución a domicilio no es un detalle, es un modelo operativo distinto. En la estación, el costo se apalanca en infraestructura fija, control de medición y menor variabilidad de ruta. En cilindro o tanque estacionario, el costo se apalanca en flota, operadores, manejo de recipientes y control de seguridad en calle.
Ahí entran costos invisibles que explican brechas: inspecciones y mantenimiento de unidades, capacitación y rotación de operadores, administración de cilindros (estado físico, válvulas, trazabilidad), riesgos urbanos, y la realidad de operar en avenidas, pendientes, zonas con restricciones de acceso o condiciones de seguridad pública que afectan tiempos. La desigualdad no se genera solo por kilómetros, sino por fricción urbana.
En Gas LP, la merma y la medición no son notas al pie: definen rentabilidad y cumplimiento. Temperatura, manejo de recipientes, transvases, tiempos de carga y descarga, y disciplina operativa determinan si el volumen vendido coincide con el volumen realmente entregado. Cuando el margen es estrecho por un techo regulado, cada punto de merma y cada error de medición se convierten en presión financiera.
La seguridad, además, no es optativa. El distribuidor paga por mantenimiento mecánico, válvulas, pruebas, y por operar con protocolos más estrictos cuando el riesgo urbano aumenta. Si se “ahorra” ahí, el sistema no se vuelve más barato: se vuelve más riesgoso. Y en Gas LP, el riesgo se cobra dos veces: en incidentes y en regulación.
Para hogares, la desigualdad se traduce en una factura que no refleja ingresos locales ni eficiencia energética: en zonas con rutas caras, el Gas LP se vuelve un impuesto logístico. En invierno o con alta demanda, esa presión se siente más porque el consumo doméstico no es perfectamente elástico: cocinar, calentar agua o mantener continuidad no siempre se puede “posponer”.
Para distribuidores, la desigualdad se traduce en riesgo operativo y regulatorio. Si el techo semanal no conversa con costos reales de ruta, la empresa queda atrapada entre cumplimiento y viabilidad. La presión se nota en tres frentes: disciplina de flota, calidad de servicio y formalidad. Cuando el negocio se vuelve de sobrevivencia, el mercado tiende a fragmentarse, y esa fragmentación agranda la desigualdad que el control de precios buscaba moderar.
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